domingo, 21 de enero de 2024

          MI AMIGO PRIMITIVO ESCRIBE DE MI ÚLTIMO LIBRO

«Los artífices de la torre de La Roda», de Adolfo Martínez
HISTORIA DEL «FARO DE LA MANCHA»
Acabo de concluir la lectura de un libro que me ha parecido extraordinario, titulado «Los artífices de la torre de La Roda». Fue presentado el 19 de octubre próximo pasado en la Posada del Sol y de su autoría responde el eximio escritor Adolfo Martínez García (La Roda, 1942), amigo sabio y sereno y maestro admirado que con su magisterio de druida medieval ha empleado todos sus arcanos –que no son pocos, ahí está de testigo su decena de libros ya publicados– para llevar a cabo un encomiable trabajo de investigación histórica en el que viaja en su particular DeLorean hasta el Renacimiento para determinar con precisión de francotirador la vida y la actividad en La Roda de los canteros vascos que levantaron, a caballo entre los siglos XVI y XVII, la torre de 61 metros de la iglesia de El Salvador.
Trescientos años después de la época que les tocó vivir, estos artesanos vascongados, arquitectos de entonces, dan título al libro que, a la vez que nos ilumina a los rodenses sobre nuestro devenir en el tiempo, les hace justicia a ellos alabando su trabajo, su ciencia y su mérito y reconociendo su gran legado en esta grandiosa y admirada obra arquitectónica, una incomparable joya renacentista que el propio autor, en un alarde de sabiduría intrínseca a su naturaleza, a la vez científica y de hombre de letras, fiscaliza de arriba abajo con el rigor, la devoción y el respeto que la singular construcción merece.
El autor, cargado de buenos y generosos propósitos, revisa a golpe de lupa y escalpelo todo lo concerniente a la torre –es escultor, domina la materia–, desde su origen a la actualidad, desde la base cuadrada levantada con sillares al chapitel piramidal que la corona, a su vez rematada por la bola y la cruz de hierro con la veleta; desde el proceso constructivo a los recursos financieros empleados por cada maestro cantero, procedentes de los diezmos con que generaciones de antepasados contribuyeron a edificar la monumental iglesia que, como la villa a la que da sombra, perteneciente hoy a la provincia de Albacete, en otrora etapa de la historia dependía territorialmente de la provincia y obispado de Cuenca.
La saga de maestros canteros vascos
Por las 200 páginas del libro, salpicadas con bellas ilustraciones de documentos antiguos, transcripciones, dibujos pintados a tiralíneas por Adolfo Martínez y fotos de su hijo Adolfo Martínez Talavera, desfilan en aproximado orden cronológico los cualificados artífices, desconocidos en su mayoría hasta que los ha sacado a la luz el autor en este tratado del que hablamos, de la creación del imponente «Faro de La Mancha», llamado así por ser la más alta torre de la provincia de Albacete y por atisbarse en lontananza desde cualquier punto cardinal, sirviendo su emblemática silueta al gozo inefable de sentir su consistencia mineral cada vez más cerca cuando los que habitamos la diáspora retornamos emocionados a la patria chica.
Procesando el tiempo de manera lineal, el autor afirma que el conjunto del templo de El Salvador comenzó a levantar su estructura de orientación gótica en el primer tercio del siglo XVI, siendo Pedro de Alviz, junto a su hermano Juan, el iniciador de la construcción. A partir de este hecho, Adolfo Martínez desgrana las sucesiones registradas en la jefatura de las obras y algunos aconteceres significativos, como que el arquitecto Juan de Orzollo, que estuvo al mando entre 1561 y 1579, modificó el proyecto de Pedro de Alviz cambiando los pilares góticos de la iglesia parroquial por columnas renacentistas, el nuevo estilo que se iba imponiendo en la época. Y fue precisamente Juan de Orzollo quien se puso a levantar la torre en 1569, más de medio siglo después de iniciados los trabajos del templo, según acredita un documento encontrado por el autor donde consta el año de inicio.
En «Los artífices de la torre de La Roda», Adolfo Martínez, en base a sus hallazgos, pinta un elaborado árbol genealógico de la saga vasca de canteros a partir del maestro Pedro de Zavala, que en 1581 –dos años después de la muerte de Orzollo– se hizo cargo del tajo pujando en subasta pública y pagando 10.000 ducados. A su muerte, prosiguió el trabajo su yerno Agustín Bernardino, uno de los arquitectos señeros que había en España a principios del siglo XVII, quien hubiera terminado la cornisa de la torre en 1620 si no hubiera fallecido en Alicante, donde estaba construyendo, al tiempo que nuestra torre, la iglesia de San Nicolás de Bari –se ve que antes la gente duraba menos que ahora y andaba pluriempleada–.
Martín de Achasaeta continuó cerrando la cornisa y construyendo el esbelto chapitel piramidal de sillares, una obra de arte en sí misma, rematado con su bola y la cruz metálicas. Muchos más son los maestros y oficiales canteros, albañiles y otros técnicos apuntados jerárquicamente en el libro por su aportación a la obra durante décadas, tanto de la iglesia como de la torre. «Todos eran vascos», afirma Adolfo Martínez: «En total, fueron 55 años los que se tardó en construir la torre».
Subidas sucesivas a la bola
Efectivamente, en 1624, bajo la dirección facultativa de Achasaeta, se colocaron la bola y la cruz de hierro en la cúspide de la pirámide, culminando con ello las obras de la torre. Todo esto lo desvela Adolfo Martínez para «resolver definitivamente» la polémica mantenida a lo largo de la historia sobre autores y fechas. Para solventar la diatriba permanente recurrió a lo que llamamos «cápsula del tiempo», un documento en latín que dejaron los responsables eclesiásticos bien protegido en un cilindro metálico metido en el interior de la bola por una portezuela, donde se detallan datos, personajes notables, autoridades civiles, responsables del templo y otros pormenores referidos a aquel tiempo.
Esto quedó olvidado hasta que sesenta años después, en 1664, un rayo cayó sobre los sillares del chapitel resquebrajándolo. Quien subiera a reparar el destrozo se aupó también hasta la bola y hurgó en sus entrañas descubriendo lo que había dentro. Afortunadamente, fue devuelto a su sitio con otro material añadido para conocimiento de las siguientes generaciones. A lo largo de estos siglos, dejando aparte su instalación primigenia en 1624, como queda dicho, siete fueron los intentos coronados por el éxito que recoge Adolfo Martínez de alzarse hasta la bola por el interior de la pirámide o escalando sus paredes: en 1664, 1743, 1803, 1906, 1949, 1959 y, la última, en 1981, hace 65 años.
El autor da buena y detallada cuenta en el capítulo correspondiente de estas intrépidas ascensiones, los mecanismos utilizados, sus motivaciones y los avezados protagonistas que se jugaron el tipo a tanta altura. Como en cada una de las ascensiones se fueron añadiendo documentos, a alguien se le ocurrió en la última del 81 fotocopiar todos los papeles que contenía el cilindro –afortunadamente la tecnología lo permitió–, siendo Adolfo Martínez uno de los investigadores beneficiario del conocimiento almacenado.
La dificultad del proceso
Cuajados se hallan los 11 capítulos del libro, más la introducción y el epílogo, de interesantísimos datos que el autor ha consignado tras largo tiempo escarbando legajos en bibliotecas públicas y archivos privados, en registros oficiales, municipales y eclesiásticos, en tratados antiguos y modernos de gente de La Roda y aledaños, para luego valorar la relevancia de lo hallado y erigirse en notario del pasado levantando acta en el presente de lo entonces acontecido, con la dificultad añadida que tiene la lectura de los pergaminos deteriorados o la traducción y comprensión del idioma de la época, ya fuera castellano antiguo, francés, latín, griego, etc. A lo que se añade lo complejo que resulta descifrar la caligrafía, tan retorcida como elegante a veces, del amanuense anónimo de turno. La guinda del esfuerzo es luego la interpretación y adaptación a los tiempos modernos de las costumbres antiguas y homogeneizar tanto material dispar dándole curso con cierto sentido. Sin duda, un trabajo de colosos.
En este intrincado territorio, que el insigne rodense gobierna con la indiscutible autoridad de un señor feudal y goza como una madre primeriza ante cada sorpresa inesperada –se nota en la escritura que disfruta con sus descubrimientos y nos contagia a los lectores con su entusiasmo–, se mueve con la agilidad sinuosa y fantasma del áspid en busca de lepóridos que le sirvan de alimento. Así, ejercitándose como espeleólogo de trufas manuscritas, encuentra lo que persigue y se topa con lo inverosímil, pequeños tesoros documentales –medios, costes, salarios, materiales de construcción de la torre en cada período de tiempo, acarreo de la piedra en carretas desde las canteras de Vara del Rey, el trabajo en los tejares locales, las «grúas» y andamios rupestres utilizados, etc.– que van engordando el ajuar con el que el autor repartirá responsabilidades y adjudicará virtudes, cavilando de paso si todo cuadra y está en su sitio o hay que ponerlo en cuarentena y seguir tirando de archivo hasta fijar el acercamiento que precise su colimador para no errar el tiro.
¿Cómo puede haber crecido la torre…?
A impulsos de su lucidez analítica, Adolfo Martínez llega incluso a poner en duda las medidas reales de la construcción cuando, en las páginas finales del libro, desata su vena empírica y cartografía la torre sometiendo a revisión sus dimensiones, cosa en la que se empeñó hace un año, en enero de 2023. Contando con una especie de sextante láser, cálculos geométricos, triangulaciones de hipotenusas y catetos y con la ayuda inestimable de su intrépido hijo Adolfo, midió los tres cuerpos de la torre más el chapitel y la bola y concluyó, con el entusiasmo del descubridor medieval de nuevas tierras que añadir al mapamundi en blanco, que la altura actual de la torre de El Salvador supera la primitiva talla conocida hasta hoy de casi 61 metros, y la sitúa con exactitud matemática en 63,577 metros.
En buena deducción detectivesca, el maestro, que, como digo, nos hace cómplices a los lectores de su investigación, le da vueltas a la molondra para preguntarse por qué extraña y soterrada razón es esto posible, qué ha pasado aquí. Y encuentra la respuesta lógica haciendo lo que mejor se le da: bucear en los anaqueles. Así descubre el misterio, pues no era plausible que el noble edificio hubiera dilatado voluntariamente su mampostería irguiéndose orgulloso sobre la llanura dos metros y medio más con el correr de los siglos. Yo no lo voy a destripar aquí para que sea el lector quien goce como yo, de principio a fin, resolviendo misterios gracias a la escritura apasionada de este posmoderno Indiana Jones rodeño.
Debo añadir que todo el trabajo de paleografía de Adolfo Martínez nos alienta a los lectores a admirar aún más el secular edificio, lo que nos lleva a reclamar por nuestra cuenta y a gritos su protección, porque todo el conjunto eclesiástico está sometido a la severa degradación que procura el paso del tiempo, que todo lo erosiona. La pulsión deconstructora de la meteorología, el eclosionar imparable de la vegetación y el acoso inmisericorde de la avifauna son elementos que acaban por derribar los más firmes pedestales, y las instituciones que corresponda deberían acometer las medidas necesarias para frenar su progresivo deterioro. Aunque no abrigo esperanza alguna porque, como decía don Camilo, la socorrida magia administrativa tiene poco que ver con la conveniencia de la sociedad.
Un libro muy recomendable
Fascinado por la capacidad didáctica del maestro Adolfo Martínez –docente de carrera, escritor consumado y domador de artes plásticas y disciplinas ancestrales como la escultura, la pintura y la música, y eso se nota a la legua–, no puedo sino recomendar este libro a los rodenses y a quienes se sientan vinculados a nuestro pueblo y admiren su riqueza cultural y arquitectónica, pues en esta historia tan documentada se da cuenta, en paralelo y de manera subrepticia al relato de lo concerniente a la iglesia y su torre, del avance histórico de la «Muy noble y muy leal villa de La Roda», que lleva ya 714 años de singladuras desde su fundación en 1310 gracias al ilustrado y distinguido guerrero el Infante don Juan Manuel, quien otorgó la concesión de término a La Roda por su fidelidad a la Corona de Castilla y le dio carta de naturaleza como villa.
Concluyo afirmando que la fina pluma y la sustancia doctoral de Adolfo Martínez García han convertido esta obra, cuya llegada pregono con respetuoso y fundamentado gozo, en un tratado de literatura de lo más entretenido que da gusto leer de un tirón. No puedo decir otra cosa y no soy el único en apreciar el superior trabajo de uno de los puntales sobre los que se sustenta la cultura rodense actual, pues se ha extinguido la primera edición y Uno Editorial, sita en Albacete, acaba de sacar a la calle la segunda, muy cuidada, de gran calidad de impresión y encuadernación en rústica con solapas, aportando como detalle un marca páginas remedo de la portada con la torre objeto de disección quirúrgica de la obra, que ya está a la venta en las librerías de La Roda. ¡Enhorabuena, Adolfo!
Primitivo Fajardo (15-01-202



miércoles, 10 de enero de 2024


Mi último libro, "Los artífices de la torre de La Roda", que estaba agotado, aparece de nuevo en las librerías de La Roda por una segunda edición.
Fue un éxito la venta del libro y, tras las vacaciones navideñas del personal de la editorial, acaba de salir una segunda edición del mismo y ya está a disposición del público.

viernes, 27 de octubre de 2023

 

AGUSTÍN BERNARDINO EN LA TORRE DE LA RODA

Con mucha razón, a cualquier visitante le parecería nuestra torre una magnífica obra arquitectónica, muy bien hecha, toda ella levantada con piedras sillares perfectamente labradas desde su base hasta su esbelto chapitel; como siempre nos lo ha parecido a todas las personas que vivimos a su alrededor. Y, ¡cómo iba a ser de otra manera si en nuestra torre trabajaron magníficos maestros y oficiales de cantería vascos!


¡De lo mejorcito que entonces había en cantería! Los resultados de sus trabajos en nuestra torre, son los reflejos de su sabiduría y destreza.

Recientemente, (el 19 de octubre de 2.023) he presentado mi último libro Los artífices de la torre de La Roda en la rehabilitada Posada del Sol de La Roda, dando a conocer mis últimas investigaciones en este tema.


(A pesar de la lluvia, se llenó el gran salón presidido por el alcalde Juan Ramón Amores García y el concejal de cultura Luis Fernández Monteagudo que intervinieron con sus amables palabras hacia el autor del libro, un servidor, que junto a mi hija "Fuen" compartimos con ellos la mesa de la presidencia, etc. Finalmente adquirieron el libro las personas que lo desearon. Y dicho libro está en las diversas librerías del pueblo). 

En él, doy a conocer los arquitectos o maestros de cantería que desconocíamos hasta ahora y que habían intervenido en la dirección de las obras de la torre rodense durante parte de los siglos XVI y XVII. Y recuerdo en dicho libro los primeros doce años de trabajos, desde los inicios de la torre por el año 1569 siendo el arquitecto del templo el vasco Juan de Orzollo, hasta el año 1581 que se adjudicó la subasta de las obras de la torre el maestro de cantería Pedro de Zavala; y después, desvelo mis nuevas investigaciones y descubrimientos con los veintitres años que estuvo trabajando en la torre el mencionado Pedro de Zavala hasta su fallecimiento; más los quince  años siguientes  en los que fue el responsable de las  obras su tercer yerno: Agustín Bernardino que (según el catedrático y crítico de arte don José Camón Aznar, fue uno de los arquitectos mejores que había en España a principios del siglo XVII; casado en primeras nupcias con Catalina de Zavala, aunque para ella sería su tercer matrimonio), llegó  a casi terminar la cornisa de la torre, hasta el año de 1620, pues falleció en Alicante, donde estaba construyendo -al mismo tiempo que nuestra torre rodense- la iglesia de san Nicolás de Bari, hoy concatedral.

Con los nombres y datos encontrados sobre la familia y clan de canteros allegados al mencionado maestro de cantería Pedro de Zavala  con su tercer yerno Agustín Bernardino, he creado un árbol genealógico que va en el interior del libro, y aquí reproduzco: 

Y, finalmente, al total de años ya especificados en la construcción de la torre, se sumarían otros  cinco años más que dedicó el maestro de cantería Martín de Achasaeta a continuar cerrando la cornisa de la torre completamente y construir el chapitel de sillares, rematado con su bola y cruz metálicas. En total fueron 55 años los que se tardaron en construir la torre entre todos los arquitectos o maestros de cantería mencionados.
Además de los maestros de cantería vascos principales, que he escrito anteriormente, intervinieron en nuestra torre también otros maestros canteros importantes,  bien como primeros oficiales en los diversos clanes o cuadrillas, o bien ocupando temporalmente el puesto de sus maestros de cantería por estar éstos en otras obras. Y esos otros maestros y oficiales canteros fueron:  Francisco de Aguirre, Juan de Larrea, Martín de Elorriaga, Domingo de Varandica, Jaime Ortiz, Luis de Rodenas,... Tanto unos como otros, todos eran vascos. 

En dicho libro, muestro mis últimas investigaciones en otros aspectos  y temas, como identificando a los maestros albañiles que construyeron las bóvedas del templo; a los dueños de los tejares rodeños donde se amasaron y cocieron los ladrillos para dichas bóvedas; el conocimiento de algunos nuevos personajes curiosos para nuestra historia; ciertas noticias de otras obras en el templo; aclaraciones de confusos hechos o fechas; etc. Y lo ilustro con mis propios dibujos, algunas fotografías de mi hijo Adolfo, y diversas digitalizaciones de documentos originales, inéditos hasta ahora.

 Estoy satisfecho y contento con la editorial Uno, de Albacete, que con éste ya son tres los libros que me ha hecho, perfectamente maquetados, encuadernados, etc. para disfrute mío y de quienes lo deseen.

                                Adolfo Martínez García

sábado, 30 de septiembre de 2023

 


Está formando parte de la programación de actividades culturales de nuestro Excmo. Ayuntamiento previstas para este otoño-invierno. El libro está ilustrado con dibujos míos, fotografías de mi hijo Adolfo y algunas digitalizaciones de documentos originales. Esperamos vuestra asistencia. Gracias.

martes, 5 de septiembre de 2023

                                                        RELATOS

…Y volvieron a surgir imágenes de mucho tiempo atrás. Eran de aquella Academia Cervantes, con don Manuel, el director, que se veía a través de la ventana acristalada del balcón de la fachada, la famosa fachada pétrea, llamada en el pueblo «Esquina de Alcañabate». Estaba el profesor dentro de una amplia aula. Inspeccionaba con una vela encendida los cables de la luz, que llegaban hasta una bombilla de alto voltaje, pero apagada. Era ya anochecido y casi no se veía dentro de aquel habitáculo. Aparecían después las imágenes de un estrecho pasillo entre las aulas con estudiantes sentados a lo largo de grandes y rectangulares mesas; pero todas las aulas estaban a oscuras, con sus lámparas de luz apagadas.

 Después, se veían los rostros de dos hermanos gemelos sonriendo irónicamente con otros alumnos, entonces con catorce años, donde había otros muy serios e intrigados,  ignorantes de todo aquello que estaba pasando.

Llegaban a la memoria viejos recuerdos con aquellos “melgos” de la academia, sumamente traviesos y divertidos:

Los famosos melgos eran mayores que el resto de sus compañeros de bachillerato y eran muy ocurrentes e inquietos. Se llamaban… ( bueno, mejor lo guardamos y que intenten adivinarlo los muchísimos alumnos y compañeros de aquellos tiempos ). Sus “fechorías escolares” más divertidas y famosas fueron cuando, en un enchufe, como le decían coloquialmente a las tomas de corriente eléctrica, metieron y conectaron una especie de horquilla metálica, con forma de herradura, a la que le habían acoplado un mango pequeño de madera, de donde la cogían y tocaban para que no les diera “calambre” (corriente eléctrica), pues la mencionada horquilla al ser introducida en los agujeros paralelos de la toma de corriente..., ¡zas!, se producía un sonoro chasquido y se iba la luz. Se quedaban a oscuras en las clases y, entonces..., todos a reír y esperar que don Manuel suspendiera la clase que faltaba por dar y los mandara a sus casas, ya que no se veía nada. Pero aquella faena escolar solo dio resultado la primera vez que lo hicieron; luego hubo otras dos veces más, y siempre le encontró don Manuel una inmediata solución.

Entonces, al suspenderse la última clase que les quedaba, los alumnos podían ir a jugar en la plaza un breve partido de fútbol.

La primera vez que hicieron aquella atrevida travesura, se veía a don Manuel preocupado, era ya bastante tarde y,  creyendo que la empresa de la luz, la Hidroeléctrica Española, la había cortado por alguna avería en la calle u otro lugar cercano, les dejó marchar a sus casas. Y se fueron todos a jugar a la plaza, que era lo que, como jóvenes, estaban deseando.

Pero después, las otras dos veces de la repetida travesura, terminaba pronto la supuesta avería, pues el director, ayudado por una vela encendida, miraba y comprobaba los plomos que estaban donde el contador; (los plomos eran el automático de entonces: un hilo fino de cobre que servía de fusible para unir dos partes cortadas de la instalación, y así dejaba pasar la corriente eléctrica). Al observar el director que ese hilo de cobre estaba roto o partido por el cortocircuito provocado (que don Manuel nunca pensó podría ser obra de los melgos o de cualquier otro alumno atrevido, sino que sería por el motivo anteriormente explicado, o de alguna sobrecarga por el brasero o estufa eléctrica, etc.), simplemente lo reparaba poniendo otro hilo nuevo de cobre que sacaba de un trozo viejo de cordón o cable, guardado con este fin.

Total, que ya no se suspendían las clases y seguía adelante el desarrollo de la programación que correspondiera.

Pero, para otro día, no muy lejano, habían pensado los astutos y atrevidos melgos en cómo solucionar mejor el problema, con otra avería más difícil de encontrar, para que don Manuel no pudiera solucionar inmediatamente otro corte de luz y así dejara salir antes a los traviesos estudiantes.

Tal travesura la tenían bien planeada los famosos hermanitos y la aplicarían cuando no se supieran muy bien la lección, no estuvieran hechos los deberes o tuvieran prisa en salir antes por cualquier motivo. Era un secreto que ellos guardaban celosamente y sería una sorpresa inimaginable.

Pasaron unos días y, otro atardecer, cuando ya era necesaria la luz eléctrica para seguir con las clases, ocurrió que la corriente eléctrica ya estaba cortada de antemano y no lucía ninguna bombilla. ¿Qué había ocurrido? Don Manuel miraba enseguida los plomos, pero se veía intacto el hilo conductor de la corriente eléctrica, sin estar partido por ningún cortocircuito. Mas la luz no se podía dar desde ningún interruptor, nada funcionaba. Don Manuel pensó aquella vez que la avería era más grave y que tendría que avisar a un electricista para que revisara la instalación; pero, de momento, como ya era muy tarde para encontrar un electricista o llamar a la central para comunicarles el fallo detectado y, dado que era muy tarde y no se veía en las clases, suspendió el resto de la jornada y les dejó marchar a todos los alumnos a sus casas, ¡pero se fueron a jugar a la plaza!

El secreto que nadie podía imaginar les fue revelado días después por ellos mismos, por los melgos. Resultó que aquel mismo día, durante el recreo o media hora libre de la mañana, sin profesor ni compañeros presentes, los dos hermanos habían quitado el hilo de cobre conductor de la corriente de los plomos y lo habían sustituido por un pelo del rabo de una mula, que tenía un grosor parecido al del hilo de cobre, pero que no conducía la electricidad; y aunque alguien mirara en los dichosos plomos para ver si el normal hilo de cobre estaba roto y así tenerlo que reponer por otro nuevo, como don Manuel lo vería continuo y bien sujeto no se pensaría que la avería estaba ahí. Y al no quitar el pelo de mula para poner en su lugar el correspondiente hilo de cobre, la corriente eléctrica no pasaba ni continuaba al resto de las aulas, y las luces no se encendían.

Cuando los melgos hicieron aquella gran travesura, todos los alumnos se encontraron con una o dos horas últimas de esa tarde, libres, en la calle, sin clase, y se fueron a jugar a la plaza, como siempre estaban deseando.

Y después, al día siguiente, el electricista avisado para arreglar la avería,   cambiaría el pelo de rabo de mula por un hilo de cobre, y aunque, tal vez, tendría que explicarle algo a don Manuel respecto a dónde estaba la avería, jamás el director la mencionó ni la recriminó a los alumnos; aunque quedó atento y especialmente vigilante para poderlos sorprender y descubrir en otra posible fechoría.

Y nunca más repitieron los melgos cualquier otra travesura. No quisieron arriesgarse más. Y todo quedó en un secreto guardado en las asombradas memorias de sus compañeros de curso, cómplices de aquellas demoníacas travesuras con su solidario silencio.

Pero, miles de sus alumnos, tanto los pacíficos como los traviesos,  llegaron a ser “personas de provecho”, como decían antes nuestros abuelos,  gracias al gran empeño y dedicación que don Manuel puso en su profesión docente, como profesor y director de aquella entrañable gran academia, consiguiendo que sus discípulos se aprendieran las lecciones, hicieran sus deberes  y cultivaran las virtudes y valores humanos más hermosos y encomiables, que guiarían siempre sus jóvenes vidas.

ADOLFO MARTÍNEZ GARCÍA


          MI AMIGO PRIMITIVO ESCRIBE DE MI ÚLTIMO LIBRO Primitivo Fajardo t d o e s o p n r S 8 h i     1 c e 8 3 0 e   0 1 6 a 6 l 4 l 1 u ...